El sol de la tarde caía pesado sobre la ruta, tiñendo el asfalto de un tono anaranjado. Dentro del
pequeño bodegón, el aire estaba impregnado del olor a grasa caliente y especias. Olga secó con la palma
de la mano una gota de sudor que le resbalaba por la sien mientras rezongaba por las altas temperaturas
del lugar y la carencia de aire acondicionado. Su local se ubicaba sobre la ruta nacional 208, en un
pueblo llamado La Taruca, de aproximadamente cien habitantes. Había sido heredado por la familia y, con
mucho esfuerzo, logró recuperarlo. La situación económica de la zona era crítica, producto de la
migración de los locales a ciudades más importantes, sobre todo hombres. Lindero, existía una playa de
estacionamiento de camiones, de tierra, muy precaria, llena de pozos y surcos formados por las lluvias y
el constante movimiento de los vehículos pesados. Sin embargo, el lugar tenía su propio encanto: rodeado
de árboles frondosos que ofrecían un respiro del sol abrasador, con un perfume a tierra húmeda que se
mezclaba con el aroma a gas-oil y metal caliente. Algunas mesas improvisadas de madera y barriles
oxidados servían de asientos para los camioneros que hacían una pausa antes de seguir su camino. En un
rincón, un viejo cartel de lata, apenas sostenido por dos postes inclinados, anunciaba con letras
borrosas los servicios. Allí solía parar Arévalo. Camionero desde su juventud, faltando apenas cinco
años para jubilarse. Mantenía la rutina de parar a comer en el local de Olga y, de cierta forma, las
visitas frecuentes, una o dos veces al año, hicieron que tuvieran cierto conocimiento mutuo. Arévalo
había enviudado hace aproximadamente diez años. Su mujer falleció de cáncer de mama tras una larga
lucha. Producto de esa relación, tuvieron a Soledad, toda una mujer de veintitrés años que estudiaba en
la universidad de la provincia, y Arévalo aprovechaba sus viajes para llevar encomiendas y visitarla. De
contextura robusta, con brazos curtidos por el trabajo y el sol, Arévalo era un hombre de pocas
palabras, pero su presencia imponía respeto. Tenía el cabello entrecano, siempre prolijamente peinado
hacia atrás, y una barba corta que le daba un aire de hombre rudo. Su voz era grave y pausada, con ese
dejo característico del noroeste argentino. A pesar de la dureza de su oficio, mantenía un aire
tranquilo, casi melancólico, como si el peso de los años y la soledad hubieran hecho mella en él. Sin
embargo, en sus ojos oscuros, pequeños destellos de picardía se encendían en ocasiones, sobre todo
cuando conversaba con alguien que lograba sacarlo de su mutismo habitual. Manejaba un viejo camión de
color naranja, una reliquia que ya mostraba los rastros de años de uso. Su carrocería estaba gastada por
el sol y el tiempo, con algunas abolladuras y arañazos que contaban historias de rutas largas y
difíciles. El motor, aunque ya no rugía con la misma fuerza de antaño, aún funcionaba con el empuje de
la experiencia y el cariño que Arévalo le tenía. Las ruedas crujían sobre la tierra, y el polvo se
levantaba al pasar, un escenario cotidiano para Arévalo, quien sabía que, en cada kilómetro recorrido,
estaba más
cerca de su destino y de la vida que había elegido. Olga, en cambio, siempre había vivido en La Taruca.
Era una mujer extremadamente delgada, con el rostro marcado por el tiempo y el cigarrillo, hábito que
rara vez abandonaba. Su estilo de vestir era extravagante, una mezcla de prendas coloridas y accesorios
llamativos que contrastan con la monotonía del pueblo. Renegaba de la vida que le había tocado, atrapada
en aquel rincón olvidado sin poder desprenderse de él. No tenía pareja ni hijos, y aunque solía decir
que prefería la soledad, en el fondo, la frustración y el desencanto se reflejaban en su mirada cansada.
Un día, la monotonía de su jornada cambió. Arévalo detuvo su viejo camión justo frente a la puerta del
bodegón, levantando una nube de polvo que quedó suspendida en el aire caliente de la tarde. Bajó del
vehículo con la calma de quien lleva años recorriendo la ruta, con la seguridad natural de un hombre
acostumbrado a la soledad y al esfuerzo físico. Llevaba la camisa desabrochada hasta la mitad del pecho,
dejando al descubierto una piel curtida por el sol, con un vello espeso y oscuro que cubría su torso y
se deslizaba por el abdomen. Su cuerpo no era el de un hombre de gimnasio, sino el de alguien que había
cargado bolsas, arreglado motores y lidiado con animales toda su vida. Sus brazos eran fuertes, con
venas marcadas y manos grandes, toscas, con nudillos gruesos y piel agrietada por el trabajo y el clima.
Tenía una panza moderada, no descuidada sino más bien sólida, producto de años de buena comida en la
ruta y cervezas compartidas en paradores de camioneros. Su rostro reflejaba la dureza de la vida en el
camino: líneas profundas en la frente, una barba entrecana que nunca llegaba a afeitarse del todo y
labios gruesos que sostenían un cigarro apagado, más por costumbre que por deseo de encenderlo. Caminaba
con paso firme, con el peso de su oficio reflejado en cada movimiento, un hombre de los de antes, rudo
pero no descuidado, con una masculinidad sin pretensiones, sin afeites ni posturas impostadas,
simplemente él. Se dirigió hasta el mostrador espantando algunas moscas con la mano. Olga levantó la
mirada y, sorprendida, mientras secaba unas copas, exclamó:
—Ah, bueno… Mire quién anda por acá.
Arévalo esbozó una leve sonrisa, de esas que apenas curvan los labios.
—¿Cómo está, Olga? —saludó con su voz grave y pausada—. No hay agua en el parador, ¿puede ser?-
—No, se rompió el caño maestro que viene de Thompson —contestó ella con fastidio, apoyando la copa con
más fuerza de la necesaria sobre la barra.
—Qué castigo… —resopló Arévalo, pasándose una mano por la nuca húmeda de sudor. Deseaba tomar un baño y
comer algo.
—Poca gente en la ruta, ¿no? -
—Sí… —afirmó Olga, secándose las manos con el delantal—. Poca gente. ¿Y su hija? ¿Ya se recibió?-
Arévalo negó con la cabeza
—Hermosa está… No, no. Le quedan algunos finales todavía. Mañana voy a estar por allá. Me pidió algunas
fotos de la madre, así que se las traje-
Olga bajó la mirada, dudando por un instante. Su corazón latía fuerte en el pecho, pero no se permitió
pensarlo demasiado. Se aclaró la garganta y, con la vista aún fija en el trapo que sostenía, dijo con
aparente indiferencia:
—Yo tengo agua… viene del pozo. Si quiere, puede bañarse aquí. -
Arévalo se detuvo un momento, sorprendido por la propuesta. Miró a Olga, como si intentara descifrar si
había algo más en esa oferta que simple hospitalidad. El calor pegaba fuerte y el cansancio de la ruta
se le metía en los huesos. Tras un breve silencio, pasó la lengua por su labio inferior y asintió
despacio.
—Si fuera tan amable…-
Olga no quería dejar pasar otra oportunidad de estar cerca de él. Tenerlo en su casa, en su baño…
quizás, en su cama. Idealmente, dentro de su cuerpo.
—Sí, por supuesto —respondió con naturalidad, aunque su interior palpitaba con fuerza.
—Voy por el bolso —contestó Arévalo, señalando con el pulgar en dirección al camión.
—Lo espero —dijo ella, siguiéndolo con la mirada mientras él se alejaba con pasos firmes.
Después de unos minutos, Arévalo regresó con un bolso de mano verde militar, gastado por los años.
—Usted dirá, Olga -
—Por aquí —indicó ella, dejando el repasador sobre el mostrador.
Atravesaron la cortina de color marrón y se internaron en el pasillo que conducía al fondo, donde estaba
el baño. Olga se obligó a mantener la calma mientras el calor de la tarde se mezclaba con la sensación
de vértigo que le recorría el cuerpo.
—Aquí es —dijo, empujando la puerta
—Con permiso —murmuró él, asintiendo con la cabeza—. Gracias nuevamente.-
Olga cerró la puerta y, en su camino de regreso a la barra, se detuvo. Se apoyó contra la pared y
encendió un cigarrillo. Aquel hombre, ese que tantas veces había deseado en silencio, estaba desnudo
tras la puerta. El humo del cigarro se deslizó por sus labios mientras la duda la consumía. Su mano
temblorosa se posó en el picaporte, pero no se atrevió a girarlo. En cambio, lentamente, se inclinó
hacia la cerradura. El corazón le retumbaba en los oídos. A través del pequeño orificio, la imagen de
Arévalo se le reveló con crudeza. Ya sin camisa, la piel curtida por el sol y el trabajo se tensaba con
cada movimiento. Sobre su omóplato derecho, una cruz hecha torpemente con tinta azul destacaba sobre su
espalda ancha y morena. Olga tragó saliva. Él se bajó el pantalón con la tranquilidad de quien ha
repetido ese gesto miles de veces. Se inclinó ligeramente hacia adelante y, sin apuro, deslizó el
calzoncillo hasta sus tobillos. Su cuerpo, grueso y fuerte, era la antítesis de los hombres esculpidos
de las revistas. Real. Pesado. Viril. Olga sintió un calor inesperado humedecer su entrepierna. Arévalo
caminó hasta la ducha, dejando a la vista la musculatura endurecida por años de esfuerzo y una
masculinidad desprovista de pretensiones. El agua comenzó a correr. Olga lo perdió de vista. Se apartó
de la puerta y volvió sobre sus pasos por el pasillo, sintiendo remordimiento y culpa. ¿Qué estaba
haciendo? ¿Desde cuándo se había convertido en una mujer que espiaba a un hombre desnudo a través de una
cerradura?. Fumaba. Pensaba. Deseaba. Cada noche, cuando cerraba los ojos, Arévalo volvía a ella en
sueños. Su voz ronca murmurando al oído, sus manos rudas recorriendo su piel. Ahora, todo aquello que
había imaginado se mezclaba con la realidad de tenerlo allí, tan cerca, tan desnudo, tan real. Un calor
abrasador la envolvió, y no solo el del verano pegajoso que se filtraba por las paredes de chapa. Un
ardor profundo y líquido la hacía retorcerse por dentro. Llevaba puesto un short de jean deshilachado,
gastado por el uso, y una remera amarilla con rayas violetas delgadas. Las ojotas blancas crujieron
contra el piso cuando abrió ligeramente las piernas y deslizó la mano dentro del pantalón. Su sexo
estaba húmedo. Palpitante. Se mordió el labio cuando sus dedos encontraron su clítoris hinchado por el
deseo. Con un suspiro, se dejó caer sobre una silla de madera y comenzó a frotar en círculos, despacio
al principio, dejando que el placer subiera en oleadas. Apagó el cigarrillo, como si de algún modo eso
la hiciera sentir menos expuesta. Los dedos mayor y anular se deslizaron en su interior con facilidad, y
un estremecimiento la recorrió de pies a cabeza. Soñaba que esas manos eran las de Arévalo. Imaginaba
sus dedos gruesos hundiéndose en ella sabiendo exactamente cómo hacerla temblar. Se arqueó sobre la
silla, apretando los labios para no dejar escapar un gemido. Su cuerpo entero se contrajo cuando el
orgasmo la azotó, haciéndola cerrar las piernas con tanta fuerza que sintió calambres en los muslos.
Exhaló un largo suspiro. Estiró las piernas. Arévalo seguía allí. El sonido del agua de la ducha seguía
fluyendo, golpeando contra su piel . Olga deseó ser cada gota que recorría aquel cuerpo robusto, sentir
en su piel lo que sentían las gotas al deslizarse por él. Se levantó tambaleante, con las piernas aún
temblorosas, y caminó hacia el baño. Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras. Solo
sabía que aún lo deseaba. Y que la tarde no había terminado. Olga respiró hondo. El calor del baño, el
vapor del agua caliente mezclado con el aroma a jabón y sudor masculino, la envolvió en cuanto cruzó la
puerta. Se detuvo un segundo, apenas un instante, pero suficiente para que Arévalo lo notara.
—Esperaba que viniera —susurró él sin girarse.
Su voz era gruesa, gastada, con un leve ronquido en la garganta que la estremeció. Olga tragó saliva,
humedeciendo los labios mientras avanzaba con paso firme. Lo encontró con los brazos apoyados contra la
pared, la cabeza gacha, dejando que el agua tibia resbalara por su nuca y espalda. Las gotas descendían
por los músculos firmes, delineando cada curva rústica de su cuerpo. El agua se enredaba en los vellos
oscuros de su espalda baja y seguía su camino entre las líneas de sus glúteos redondos y tensos. Cerró
la canilla con un giro seco y exhaló, sacudiendo la cabeza, enviando pequeñas gotas volando a su
alrededor. Olga no pudo más. Se acercó sin dudar y lo abrazó por la espalda, pegando su pecho a su piel
caliente y húmeda. Lo besó justo en la línea de la columna con un roce apenas perceptible. Arévalo gruñó
bajo, un sonido gutural que le erizó la piel. Sus manos recorrieron la anchura de su espalda,
descendiendo lentamente hasta sus caderas, acariciando la piel áspera con los dedos abiertos. Sin
soltarlo, se arrodilló. Desde abajo, lo contempló. La piel mojada brillaba bajo la luz tenue del baño y
el vaho del calor los envolvía en un ambiente casi irreal. Se inclinó y besó sus glúteos con la boca
abierta, dejando su aliento cálido sobre su piel. Arévalo no se movió, pero su respiración cambió,
volviéndose más pesada, más errática. Hubo un leve temblor en sus piernas. Se deslizó por su cadera
hasta asomarse por el lado derecho. Sus ojos se elevaron para encontrarse con los de él. Un instante, un
chispazo, un permiso silencioso. Y ahí estaba. Lo que tantas noches había imaginado tener dentro suyo en
cada gemido ahogado bajo las sábanas. Un pene grueso, con vellos oscuros y abundantes en la base, que
contrastaba con la piel más clara del glande rosado, hinchado y palpitante. La respiración de Olga se
aceleró. Lo tomó con la mano sintiendo el peso y la dureza caliente latiendo contra su palma que apenas
podía cubrir toda la circunferencia. Arévalo cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejando
escapar un suspiro. Olga sonrió. Finalmente, lo tenía. Sentía cómo la erección de Arévalo se endurecía
cada vez más entre sus dedos, pulsando con un calor vivo, latiendo con cada nueva caricia. Sus
movimientos eran suaves al inicio, largos y profundos, recorriendo toda la extensión del miembro con su
mano mojada. Lo observaba con devoción, atenta a cada reacción de su cuerpo, a cada jadeo entrecortado
que escapaba de su garganta. Quería llevarlo al límite, jugar con él como tantas veces había fantaseado
en la soledad de su cama. Entonces, cambió el ritmo. Aceleró los movimientos, haciéndolos más cortos y
precisos, casi feroces. Arévalo gruñó, sus dedos se tensaron contra la pared. Un espasmo recorrió su
abdomen, los músculos se le marcaron con cada contracción. Olga supo que estaba al borde. Frunció los
dedos, formando una copa en torno a la punta de su pene, atrapando cada estremecimiento, cada latido de
placer. Con la otra mano, por debajo de su periné, masajeaba los testículos. Arévalo exhaló un gemido
ronco, desgarrado, mientras su cuerpo se sacudía con la intensidad del orgasmo. La eyaculación blancuzca
era espesa, abundante y pulsátil que impactaba y rebotaba contra los azulejos. Sus piernas temblaron,
como si todo su peso se desplomara por un instante. Olga lo observó en trance, extasiada por la escena,
fascinada por el placer crudo que había provocado en él. Todavía jadeaba cuando Olga se levantó
lentamente. Lo besó en la espalda, dejando los labios pegados a su piel húmeda.
—Le preparo unas empanadas para almorzar —susurró con voz suave, apenas rozando su oído.
Lo besó otra vez, más despacio, y se retiró con una sonrisa oculta en los labios. Mientras cruzaba la puerta, sintió que la miraba. Y supo que no sería la última vez.